El reloj marca las 6:12 p.m. Al fin regreso a mi casa, no sin antes pagar la cuota diaria de amargura causada por el tráfico capitalino que se hace cada vez más insoportable. Para ahorrar gasolina –porque ahora dis que soy “ecologista”- apago el aire acondicionado y bajo el vidrio, que me pone en contacto con el aire no-tan-fresco de Caracas. El tiempo pasa a la velocidad de medio metro por minuto – el paso en que avanza la cola-. Luego de media hora más el cielo empieza a bajar sus persianas y con ellas se cierran las ventanas del vidrio de mi carro; porque el que a esta hora se atreve a “disfrutar de la brisa”es o porque tiene las bolas bien puestas y un bate en su carro o porque seguramente durante su infancia sufrió una sobredosis de capítulos de Heidi.
El sentimiento de incomodidad que ya tanto conozco me informa que voy llegando al punto más indeseable de la cola. Y el desfile comienza: En el primer semáforo, tres chamos, de mi edad, jugando al Cirque du Solei. Próxima parada: el de las muletas, ese que dicen “mete el paro”; más atrás la viejita y la mujer con los dos muchachitos, y otro, y otra, y otras y otros; y yo me mareo y me siento pasar ochenta veces por la misma esquina, ochenta veces por el mismo semáforo…
Y pongo la música altísima y avanzo, sin voltear, porque “ojos que no ven…” Mentira.
lunes, 31 de diciembre de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario